Hasta el final de la cena yo me sentí perfectamente tranquilo, aunque las pupilas de mi otro comensal comenzaban a centellear extrañamente y a volverse de un azul turquesa totalmente singular. Una vez retirado el cubierto, y todavía en posesión de mi juicio, fui a sentarme al diván, donde me instalé en medio de un estampado marroquí de la manera más cómoda posible para alcanzar el éxtasis. Al cabo de algunos minutos me invadió un embotamiento general. Me pareció que mi cuerpo se disolvía y se volvía transparente. Veía con mucha claridad en mi pecho el hachís que había comido en la forma de una esmeralda de donde se escapaban millones de pequeñas chispas; las pestañas de mis ojos se alargaban indefinidamente, enrollándose como hilos de oro sobre pequeñas roldanas de marfil. [...]