Desmontando el mito de que Grecia es la tierra en la que un europeo moderno puede aún sentirse como un semidiós, Praz afirma que en ningún otro lugar de Europa se ha sentido tan miserablemente humano. Distinto, sí, o perteneciente a una raza menos avanzada, pero nunca tan carente de la posibilidad de salvar el abismo con un contrapunto irónico. Es el tema inevitable del contraste entre la grandeza pasada y la miseria presente, pero hay algo más: un sentimiento más profundo que confía no ofenda a los griegos que puedan leerlo.
Corre el año 1931. La Grecia que describe Praz ha sido en algunos aspectos superada: el paludismo y los personajes lustrosos y macilentos montados a pelo en un borrico son cosa del pasado. No obstante, su mirada, la de un joven ávido de contrastes y presto a hacer comparaciones, conserva toda su viveza; la misma sensibilidad hacia ciertos aspectos del paisaje, la misma impertinencia juvenil hacia sus habitantes. Viaja por un mar que en esos pagos no ha olvidado su función de separador de continentes en trayectos que superan en melancolía el más triste y lluvioso realizado para atravesar el canal de la Mancha; cuestiona la labor del arqueólogo excesivamente entusiasta en Cnosos y guarda el secreto de la Acrópolis: «Te he querido disfrutar por lo que me parecías, viejos mármoles soleados entre monte y vista marina». Como en otras ciudades que han reinado, el himno del triunfo de Atenas será su canto de cisne. La prosperidad es una flor extrema. «Invierno, la primavera está cerca; verano, está cerca el otoño, atenienses, florentinos, londinenses: demasiado civilizados. Es el turno de gente más ruda», concluye Praz de forma enigmática.